Resignación activa
Todas las niñas querían crecer; yo (tan rara como siempre), no. Cuando vi que llegaba la hora de abandonar mi infancia (o mejor dicho, cuando me di cuenta de que la infancia me abandonaba a mí) tuve miedo. Creo que fui consciente de que la etapa más tranquila (aunque no la más feliz, creo que no ha habido nunca una etapa realmente feliz en mi vida) de mi vida tocaba a su fin, y que las responsabilidades, los grandes desafíos a la altura de los cuales sin duda alguna yo no estaría, los momentos decisivos, comenzaban; entonces ya sabía que iba a fracasar, el estigma de mi fracaso futuro estaba tan firmemente tatuado en mi piel que, a pesar de su tinta invisible, era imposible no sentirlo, aunque fuera en un ámbito inconsciente. Pero no podía huir de la realidad, así que, tras un tiempo enterrando la cara entre mis viejas muñecas, con las que me empecinaba en seguir jugando, me marqué una fecha límite: y cuando ésta llegó, guardé mis juguetes y mis cosas infantiles y me preparé a empezar una nueva vida como adolescente. ¿Qué otro remedio me quedaba?
Y mi vida siguió, y siguió, y no me equivoqué. No estuve a la altura, fracasé. Las puertas parecían cerradas para mí, a pesar de todos mis empujones. Estudié y pergeñé las mejores estrategias para conseguir mis aspiraciones sin éxito, aunque a pesar de todo considero que eran las estrategias apropiadas, o al menos las mejores armas que podía construir con los pobres materiales que tenía a mi disposición para salir al duro frente de la vida. Quizá era yo la que no era adecuada. O quizá fue el destino.
A pesar de todo no me rendí. La lucha, el esfuerzo, se convirtieron, más que en una herramienta, en una ética. Comprendí que sólo estaba peleando para no tener que decir nunca que no lo había hecho, que no había llegado hasta el final, que no había forzado la situación hasta las últimas consecuencias. Poco a poco, la aguda desesperación se convirtió en una tibia desesperanza. Y entonces comprendí que de nuevo la realidad se imponía. Y que tampoco esta vez iba a poder huir de ella.
Me marqué un límite.
Ese límite está a punto de llegar.
Mi ética personal me impide dejar de hacer todo lo que buenamente deba y pueda hacer. Pero cuando suene esta campana, pasaré a hacerlo sin fe. Mecánicamente. Será una rutina, como ducharse, lavarse los dientes, comer, arreglar la casa... esas cosas necesarias pero en las que no pones, en la mayoría de los casos, pasión...
... sobre todo si estás a régimen y sólo puedes ingeir verduritas, y no hay un tío bueno a la vista que te frote la espalda en el baño...
Pero no, no creáis que estoy deprimida. Todo lo contrario. La resignación no siempre es negativa. A veces se necesita más valor, y más lucidez, para saber cuándo has de renunciar que para seguir luchando, aunque no digo que yo tenga ninguna de las dos cosas. Estoy contenta. Hace poco alguien me decía que la felicidad es simplemente la estabilidad de las pasiones, aprender a vivir sin altibajos. Creo que eso lo he conseguido: ya no espero nada, y si lo espero es como quien espera ver un día a un extraterrestre o que le toque la lotería. Ya sólo espero sin esperanza.
Hice todo lo que pude, y no lo conseguí. Llegado el momento, me llevaré ese pensamiento a la tumba, cruzaré con él el umbral de la vida, y de la muerte, me lo llevaré hacia el todo o hacia la nada. Será mi tesoro, mi gran tesoro, mi único tesoro.
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